- Las cadenzas brindan al solista la oportunidad de demostrar su brillantez técnica. De hecho, surgieron en la ópera de los siglos XVII y XVIII, cuando los cantantes improvisaban floridas ornamentaciones inmediatamente antes de la cadencia final de un aria. De ahí su nombre
La hora había llegado. Ni siquiera tuvo tiempo de comentar que mañana les hablaría de las cadencias que Beetohoven publicó para que se utilizaran en sus conciertos para piano. Tres segundos y todos habían desaparecido.
Caminaba de vuelta a casa. Daba clases nocturnas en un instituto para mayores de veinticinco años. A sus alumnos, la mayoría chicas que habían sido madres demasiado pronto, no les interesaba la música, sólo aprobar el maldito examen y obtener un título con el ganarse un futuro menos malo. Su sueldo era mediocre y se planteaba buscar otro trabajo durante el día. Se había casado hacía poco más de un año y su marido trabajaba de noche, incluidos los fines de semana. Hacía mucho tiempo que no viajaba y que no iba a la ópera, su gran pasión.
Bajo una tenue neblina, calle arriba, por primera vez pensó en si ésta era la vida que ella hubiese deseado llevar.
Nunca había sido muy dada a soñar. Ni siquiera a hacer planes a corto plazo. Siempre había preferido dejarse llevar, buscar lo bueno de cada momento, aprovechar los ratos de felicidad y tratar de pasar lo más rápido posible por encima de los problemas. Quizás por eso nunca pintó un esbozo de cómo quería que fuese su mañana; nunca meditó seriamente si lo que quería era dar clases en un instituto o si prefería la universidad; nunca se distrajo en verse parte de una gran orquesta ni pensó si estaba tan enamorada como para casarse, ni si él era el hombre de su vida ni si le apetecía levantarse todos los días a su lado. Hasta vivir en aquella ciudad había pasado porque sí.
Todo en su vida simplemente había sucedido. La carrera, las clases, el director del instituto, mudarse, su marido. Apareció un día, tomaron algunas copas, salieron a cenar, al cine. Y simplemente sucedió. Él le preguntó si quería casarse y ella dijo sí. No fue como lo había soñado, por la única razón de que nunca lo había soñado.
Ahora, camino del piso que tenían alquilado en la periferia de una ciudad cualquiera, recordó una conversación que alguna vez había escuchado. Sobre la magia que existe en la monotonía de la vida y sus recovecos. Recordó los veleros de papel que él le había regalado, los dibujos a carboncillo, las llamadas de los primeros días. Y se preguntó si esa magia no viajará en trenes caprichosos, si sería verdad aquello de que el amor dura tres meses y la pasión, lo que una combustión química. Si eso volviese, este vacío…
Subió cuatro pisos y abrió la puerta. Sobre la mesa, los restos de una cena improvisada. En la puerta del frigorífico, pegado en un post-it, un beso.
La hora había llegado. Ni siquiera tuvo tiempo de comentar que mañana les hablaría de las cadencias que Beetohoven publicó para que se utilizaran en sus conciertos para piano. Tres segundos y todos habían desaparecido.
Caminaba de vuelta a casa. Daba clases nocturnas en un instituto para mayores de veinticinco años. A sus alumnos, la mayoría chicas que habían sido madres demasiado pronto, no les interesaba la música, sólo aprobar el maldito examen y obtener un título con el ganarse un futuro menos malo. Su sueldo era mediocre y se planteaba buscar otro trabajo durante el día. Se había casado hacía poco más de un año y su marido trabajaba de noche, incluidos los fines de semana. Hacía mucho tiempo que no viajaba y que no iba a la ópera, su gran pasión.
Bajo una tenue neblina, calle arriba, por primera vez pensó en si ésta era la vida que ella hubiese deseado llevar.
Nunca había sido muy dada a soñar. Ni siquiera a hacer planes a corto plazo. Siempre había preferido dejarse llevar, buscar lo bueno de cada momento, aprovechar los ratos de felicidad y tratar de pasar lo más rápido posible por encima de los problemas. Quizás por eso nunca pintó un esbozo de cómo quería que fuese su mañana; nunca meditó seriamente si lo que quería era dar clases en un instituto o si prefería la universidad; nunca se distrajo en verse parte de una gran orquesta ni pensó si estaba tan enamorada como para casarse, ni si él era el hombre de su vida ni si le apetecía levantarse todos los días a su lado. Hasta vivir en aquella ciudad había pasado porque sí.
Todo en su vida simplemente había sucedido. La carrera, las clases, el director del instituto, mudarse, su marido. Apareció un día, tomaron algunas copas, salieron a cenar, al cine. Y simplemente sucedió. Él le preguntó si quería casarse y ella dijo sí. No fue como lo había soñado, por la única razón de que nunca lo había soñado.
Ahora, camino del piso que tenían alquilado en la periferia de una ciudad cualquiera, recordó una conversación que alguna vez había escuchado. Sobre la magia que existe en la monotonía de la vida y sus recovecos. Recordó los veleros de papel que él le había regalado, los dibujos a carboncillo, las llamadas de los primeros días. Y se preguntó si esa magia no viajará en trenes caprichosos, si sería verdad aquello de que el amor dura tres meses y la pasión, lo que una combustión química. Si eso volviese, este vacío…
Subió cuatro pisos y abrió la puerta. Sobre la mesa, los restos de una cena improvisada. En la puerta del frigorífico, pegado en un post-it, un beso.
4 comentarios:
magñifico!!
f. life!
muy buena publicacion
escribes muy bien
¿no te lo han dicho nunca?
tu foto me encanta
alvarinho
si es que eres tan bonita... que buena gana...
La monotonía a veces nos gana la batalla, pero qué bueno cuando aún inmersos en la monotonía somos capaces de sorprendernos...
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