19.11.06

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Cuando Marcela abandonaba la habitación, ésta pesaba demasiado. Con ella allí, no se oía el tic tac del reloj de bolsillo ni la muda respiración del hombre que antaño amó, y al que tal vez seguía amando. El tiempo pasaba más deprisa y los recuerdos no formaban un nudo en la garganta. Pensó entonces que él había tenido suerte. Marcela estuvo a su lado siempre. Ella, en cambio, se enfrentó al olvido sola. Sintió, de repente, que aquel ya no era su sitio, que no pertenecía a ese mundo que habían fabricado juntos. Pero algo la impedía marcharse. Otra vez.

Salió de la habitación presa de una especie de pánico al vacío. Aún recordaba los pasos que la separaban de cualquiera de las estancias de aquella casa. La cocina daba al patio trasero. Siete pasos más llevaban directos al salón. El cuco daba las tres, irónicamente intemporal. Se giró y pasó al cuarto más recogido. Hubo un tiempo en que allí dormía Marcela, pero ella le había contado que hacía años que estaba desocupado. Sintió curiosidad y abrió la puerta.

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