8.10.07

A Dadou le gustaba traficar con sueños

Raya el último crepúsculo del día en París. Las callejuelas de Le Quartier Latin se vuelven más mágicas si cabe. Las tonalidades ocres del otoño se confunden con los últimos bohemios y los bohemios con los estudiantes y los estudiantes con los turistas y los turistas con las gabardinas largas, las manos en los bolsillos y las miradas perdidas de quienes saben a donde caminan. O quizá no. ‘A bientôt!’ ‘Good night’ ‘Hasta mañana’ ‘Ciao’ ‘God natt’ Hormiguea la tarde-noche en la orilla izquierda del Sena.

El cristal que hace las veces de expositor es pequeño, quizás demasiado para la cantidad de irrealidades y entelequias que se cuecen dentro. Sombras, utopías, simulacros de la vida, del amor y de la amistad, fantasías, inexistencias, vacíos, ausencias, ficciones más reales que las apariencias, pretextos, engaños, artificios. Sueños. Suena el tintineo de una campanita al roce de la vieja puerta de madera. Algunos vuelven la cabeza y sonríen. Huele a café recién hecho (siempre huele a café recién hecho), a tabaco barato, a incienso de lejos. El ocre del otoño se perpetúa allí por siempre. Hay velas anaranjadas, diminutos rincones en penumbra, pequeñas bombillas en casi cada estante. De las paredes cuelgan instantes, fotografías de antaño, reproducciones de cuadros románticos, recuerdos de otros tiempos y otros lugares. Todo es pequeño allí. Y siempre hay una taza de café. Está llena de grietas casi imperceptibles que hablan del paso del tiempo. Siempre lista para ti, que vives allí, que llegas por primera vez, que no sabes donde ir.

Esta noche ha aparecido un torero catalán venido a menos. Del brazo, una actriz de segunda fila, de película de serie B, con tantas arrugas como cigarrillos ha fumado. Se retratan en blanco y negro. Han pedido prestados del viejo baúl un traje de luces, un vestido negro y un sombrero de los años veinte, con velo de tul hasta la barbilla. Las apariencias nunca engañan. Su pintor, asiduo del lugar, también se ha puesto la boina calada y la camiseta de rayas horizontales para la ocasión. Entre pincelada y pincelada asiente con la cabeza. Pegado a él, sentado en el suelo, el sabio Hakîm interpreta los cuentos de las mil y una noches. Él bebe té. En el taburete del rincón más alejado, un joven escribe su página autobiográfica, la que, como en la mítica librería de la rue de la Boucherie, le da ‘derecho’ a una cama entre las estanterías. Ideas prestadas que van y vienen. Como la nariz de payaso del mimo que pinta su cara en silencio. Sólo con gestos.

Hay libros por todas partes. Grandes, pequeños, nuevos, de segunda y tercera mano, de ayer, de hoy y de siempre, prestados, comprados, vendidos y revendidos, leídos y releídos. Y entre ellos, rodeada de ellos, en la mesa que hace las veces de velador, de recibidor, de mostrador y de madera de tertulianos y amigos, una joven, apoya los codos, manos en las mejillas, y escucha absorta las locas teorías de otros tres locos que hablan, hoy toca, de los viejos magos del jazz. Ellos la querían y, algunas noches, hacían versos sobre sus ojos y dibujaban su sonrisa. Mientras, apoyado sobre el marco de la puerta de la trastienda, su amigo moría de celos. Pero ella nunca lo sabría.

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