1.9.06

Hoy no hay hueco para nada, ni siquiera para un café, ni para una copita de buen coñac (del de siempre, del de la botella de cinco litros), ni para las sobremesas de verano, ni para una sonrisa... Por un momento, la tristeza borra hasta los recuerdos, hasta los buenos recuerdos. Volverán, lo sé, pero no ahora. Hoy las palabras no tienen dueño. No hay palabras capaces, no hay palabras de consuelo. Todo suena a lo ya dicho, como si no importara. "Viven si los pienso", escribió alguien. Hoy aún puedo decir que vive mientras lo pienso y tengo miedo a dejar de pensar y que ello tenga sabor a despedida. Al último adiós. "El adiós de cada uno de ellos anticipa el nuestro propio", escribían hace no demasiado tiempo. De nuevo las coincidencias, ahora sin sorpresas. Sin lindas sorpresas. Pero hoy el temido adiós no anticipa el nuestro, sino las lágrimas de los que se quedan. El llanto amargo de una Señora (sí, así, con mayúscula) que ve cómo se le va su amor, el de toda la vida, en una triste cama de hospital. Hace una hora hablé con ella... a pesar de que ninguna teníamos las fuerzas necesarias para hacerlo. Casi todo fue silencio. Del que corta, del que duele en lo más profundo. Sentí su falsa fuerza al principio, su dar ánimos al resto del mundo cuando ya le flaquean las piernas y le tiembla la voz. Sentí su derrumbe en segundos y, lo que es peor, sentí caer sus lágrimas. No lo soporto. No hay nada en este mundo que más odie que la tristeza y las lágrimas de la gente que quiero. La impotencia de la distancia y de no saber qué decir porque no hay nada que decir. Nada más. Sólo que la vida es injusta; que, a veces, es una mierda. Sí, así. Que no bastan los sueños, ni las oraciones, ni la esperanza cuando te dicen que no pueden hacer nada por salvar una vida. Por salvar también tu vida porque somos uno. Que esa vida se va, sin remedio, sin que la dama de la guadaña pida permiso a nadie. Ella sólo acecha, como los cobardes...

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