6.2.08

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Sacó las llaves de la cerradura y dejó que la puerta se cerrase por la inercia de un ligero golpe de cadera. Soltó las bolsas de plástico en el suelo. Buscó un taburete casi a tientas, se sentó y cerró los ojos. Le costaba respirar. Quizás era cierto aquello de que había llegado la hora de mudarse. Aquel quinto sin ascensor cada día estaba más lejos. Demasiados pisos, demasiados escalones, demasiadas vueltas.

Respiró hondo.

La sensación de ahogo y el mareo comenzaron a desaparecer.

Sentía el tiempo en sus manos. Le habían salido manchas y la piel se había ido arrugando. Por primera vez fue consciente del paso de los años. Pensó que estas cosas a diario no se notan, que debía haberse cuidado más, que, visto desde la distancia, quizás no tendría que haber trabajado tanto. Que debería haber disfrutado más.

Había tenido cuatro hijos, la primera con 18 años. Había trabajado muy duro limpiando casas, cosiendo y, últimamente, cocinando en el comedor de un colegio. Cuando su marido se jubiló, ella también. Se prometieron hacer ahora todas aquellas cosas que un día, y otro, habían dejado de hacer porque siempre había algo más urgente.

Hoy cumplía 61 años y llegaba del mercado. El abuelo iría, como cada día, a recoger a sus tres nietos y a ella le tocaba cocinar para cinco. Serían doce en la cena.

Aún así, miró a su alrededor a medio camino entre la nostalgia y el orgullo. Juntos habían construido todo aquello. El día que murieran, algo suyo, muy suyo, seguiría aquí. Recordó las meriendas de verano en medio de la ciudad, los bocadillos de tortilla de patatas y las tartas de manzana. Recordó el día de su boda, los enfados de enamorados y la tarde que le escribió: “te espero en la esquina que hay al lado de tu casa. Si fuera tú, vendría, porque te voy a esperar siempre. Eternamente si hace falta”. Su padre aún no sabía nada del pretendiente de su hija y él intentaba retrasar lo posible aquel momento. Por eso habían discutido.

Sonrió al pensar que aquello sólo eran cosas de viejos.

La puerta se abrió. Los tres pequeños corrieron a darle un beso y después a lavarse las manos en medio de gritos y risas. Su marido se quedó apoyado en la entrada. También le costaba respirar. Envejecían juntos. Eso era lo único que importaba.

Él le guiñó el ojo.

Si miraba atrás no había un recuerdo en el que él no estuviese.

Mientras la miraba, pensó que no concebía la vida sin ella.

2 comentarios:

skldá dijo...

Pero ¡¡¡qué cosa más bonita!!! por favor...

Cuanta triste hermosura junta...

ss

Martha Cisneros dijo...

uno atrazado de san valentín... el amor como tal es hermoso pero la mercadotecnia no =(