21.9.06

A mi madre siempre le gustó escribir diarios. Eso y tocar el piano. Solía decir que las personas somos una mezcla de recuerdos y sueños. Por eso, se empeñaba en escribir todo cuánto pensaba y cuánto le sucedía, por si algún día tenía que echar mano de ello.

Mi hermana y yo pensábamos que no le faltaba razón. Mi madre sabía de todo y el almacén de su memoria tendría un límite. Eso creíamos nosotros. Ella podía responder a todas las preguntas que se nos ocurrían, fuese cual fuese el tema. Bueno, algo tenía que ir olvidando para recordarlo todo, ¿no? Porque a mi madre nada se le pasaba por alto. Sabía exactamente cuándo habíamos nacido, cuánto pesamos y medimos, cuál fue la primera palabra que dijimos y el lugar y la fecha exacta en que lo hicimos, cuándo se nos cayó el primer diente de leche, el tiempo que hacía el primer día que nos llevó al cole… Incluso, a veces, sabía qué estábamos pensando o qué nos preocupaba. Sabía todas esas cosas que después te das cuenta que saben todos los padres, pero que entonces a mi hermana y a mí nos maravillaban. Pero lo que más nos asombraba de ella era que pudiese transformar aquellos garabatos, que ella llamaba notas, en algo tan lindo.

Aún recuerdo la tarde en que nos contó la historia de su compositor favorito: Beethoven. Había ido, como cada día, a recogernos a la salida. Sobre Madrid caía algo parecido al diluvio universal. Estaba preciosa. Se había soltado el pelo y llevaba puesta la gabardina negra que mi padre le había regalado las Navidades pasadas. Nos esperaba en la puerta principal, con un paraguas enorme y los cuellos del abrigo hacia arriba. Sonreía. Ella siempre sonreía. Incluso hoy sigue sonriendo. Parecía una de esas actrices de las películas en blanco y negro que tanto le gustaban y que veía, los sábados por la noche, abrazada a mi padre, cuando nosotros nos íbamos a dormir. El agua no había dejado de caer con fuerza en todo el día, pero convencimos a mi madre para volver caminando. Mi hermana y yo íbamos ataviados con impermeables y botas de agua. A pesar de todo, llegamos a casa calados hasta los huesos. Mamá siempre nos dejaba saltar sobre los charcos. Después nos daba un baño caliente, nos sentaba en el sofá, nos tapaba con una mantita, nos traía chocolate y galletas y tocaba el piano. Aquella tarde yo estaba disgustado. Mis compañeros de clase no me habían dejado jugar el partido de fútbol con ellos porque tenía gafas. ¡Dónde se había visto un Pelé “cuatro ojos”! Por eso, mientras fuera seguía lloviendo a cántaros, mi madre tocó la 9ª Sinfonía.

- ¿Te ha gustado?

Lo cierto es que yo estaba impresionado. Incluso la pequeña había dejado de enredarme en el pelo, cosa que me ponía bastante nervioso, y se había quedado absorta.

Mi madre me miró mientras bebía de la taza aún humeante.

- Es la 9ª Sinfonía y la compuso un señor llamado Beethoven. ¿Y sabes qué? Cuando lo hizo, estaba sordo. No oía absolutamente nada. Todo lo tenía en su cabeza.

No importaba ser diferente. No había obstáculos que pudiesen frenar los sueños de cada uno. Esos obstáculos los poníamos y lo quitábamos nosotros. Ésa fue la lección que aquella mujer de ojos negros nos enseñó una tarde de lluvia. Después se sentó entre los dos y nos abrazó muy fuerte.

Puede que ella ni siquiera lo recuerde. O puede que eso también lo escribiese en uno de sus diarios. Nunca nos decía qué escribía. Y nosotros, a pesar de la curiosidad, nunca lo habíamos leído. Nunca hasta hoy. Es por eso que ahora mismo estoy escribiendo esto. A mano y con su pluma. Tal y como ella hacía. Sobre el piano.

He venido a la casa de mi niñez a recoger algunas cosas. No pensaba estar aquí más del tiempo necesario. Un par de horas a lo sumo. Pero encontré este cuaderno de tapas verdes sobre el piano. Mi padre se había llevado a mi madre a pasar el fin de semana al campo. No sé si fue una buena idea, pero tuvieron que volver rápidamente. Todo se había precipitado y mi esposa se había puesto de parto. Hoy tuve mi primer hijo. Me hubiese gustado que fuese una niña y que se pareciese a su abuela… Aún así, soy el hombre más feliz de la Tierra. Sólo hay una cosa que me entristece un poco y es que no sé si puedo decir que recordaré este día toda mi vida.

El caso es que no sé muy bien qué hago aquí. Debo llevar horas escribiendo sin sentido. No sé hacerlo como lo hacía ella. Pero mi hermana estuvo de acuerdo en que estaría bien. Lo de continuar el diario y recordar (volver a pasar por el corazón, que dicen algunos), por si acaso algún día hay que echar mano de ello. Me prometió que también ella lo hará y también nuestros hijos y nuestros nietos.

Creo que a mi madre le hubiese gustado ser escritora. Le encantaba leer e inventar cuentos de hadas, dragones, príncipes y princesas y caballeros con espada. Recuerdo el pequeño estudio de la casa lleno de libros y de cientos de hojas escritas por ella por todos lados. También le hubiese gustado ser pintora. Ella siempre decía que lo que más le gustaba en el mundo era ser nuestra madre y la esposa de mi padre. Yo creo que si le hubiesen preguntado, hubiese respondido que le encantaría ser actriz. Curiosamente, su película favorita era Gilda. La había visto cientos de veces abrazada al amor de su vida. Recuerdo que ella siempre se reía cuando mi padre le decía que ella era mil veces más guapa que la tal Rita.

Mi madre empezó este diario hace tres años. Apenas ha escrito veinte páginas… Hace mucho mucho tiempo que escribió la última. Al más puro estilo. Con una cita que hizo suya:

Mis recuerdos han empezado a borrarse” Rita Hayworth

Hoy fui a buscarlos a la estación para llevarlos al hospital a conocer al pequeño de la familia. Su primer nieto. Mi padre estaba radiante. Parece, incluso, que lo de ser abuelo le ha quitado años. Bajaron del tren como las parejas de las postales antiguas. Cogidos del brazo y con una vieja maleta de cuero marrón. La sonrisa siempre en los labios.

- ¿Dónde me lleva? – le preguntó a mi padre mientras caminábamos bajo la lluvia, como aquel día

- Preciosa –mi padre siempre la llamaba así- hoy vamos a conocer al pequeñajo de la familia

- Y este señor que nos acompaña, ¿quién es? ¿El padre del niño?

Es muy duro que tu madre no te reconozca. Es muy duro pensar que puede que ya ni te quiera, porque no recuerda cómo hacerlo. Nos dijeron que primero serían los cumpleaños y los aniversarios, después ciertos recuerdos, lo que había hecho hace un momento… Poco a poco, se le olvidaría dónde y con quién vive, no sabría si es de día o si es de noche, se olvidaría de comer, de cómo caminar, de leer… Temo el día en que se olvide de respirar…

Ahora nos toca a nosotros construir sus recuerdos. Ahora le toca a mi padre contar historias de dos. Empezará a leerle sus diarios.


Siempre he pensado que las personas somos una mezcla de recuerdos y sueños. Creo que sin ellos dejamos un poquito de ser nosotros para convertirnos en otros, o quizás en nada. Si nos roban los sueños, nos están robando el futuro. Si se pierden los recuerdos, se pierde el pasado. Entonces, el presente no tiene sentido.

Hoy "se celebra" el Día Mundial del Alzheimer. Se harán un montón de actos, saldrá en los periódicos y en la televisión y durante unas horas todos estaremos muy concienciados del problema. Mañana todo seguirá igual. Habrá mucha gente sin presente que dejará de importarnos. Por el momento, no hay cura posible. La solución pasa por la investigación con células madre. Parece que algún pasito vamos dando. Ójala no hubiese que contar historias como esta. No es más que otra historia inventada que puede ser la verdadera historia de mucha gente. Conozco un par de casos, pero son millones... No es justo que alguien pierda sus recuerdos... No es justo que una madre no reconozca a un hijo

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nunca supe que hay que hacer ahora. Con los pelos de punta y las lágrimas al borde... Será impotencia, rabia, miedo, alegría o lo que quiera que sea... pero nada evitará lo invitable. Por eso, con la pluma y la buena compañía acompañando cada pasaje de tu historia, que los sueños y recuerdos siempre sean compartidos.