18.4.09

El cristal de la ventana estuvo empañado toda la noche. Lo sabía porque con la espalda desnuda mirando hacia la puerta se había pasado las horas garabateando en él. Cuando, ya por la mañana, le preguntaron qué significaba todo aquello, no supo qué contestar... Ni siquiera ella lo entendía

2.4.09

por fascículos [part. III y final]

Ahora mi mujer está detrás de mí y se ha cambiado de ropa. Acaba de llegar del trabajo y se cepilla el pelo lentamente. Ha vuelto a dejárselo suelto y yo a tocar la guitarra. Ya no me dice aquellas cosas cariñosas, pero tampoco me llama Raúl. Al parecer aquellas temporadas que pasaba en Ibiza realmente eran viajes a Benidorm con su madre y los tres niños que tenía de una relación anterior; el móvil de última generación, de la empresa y los trajes, comprados de segunda y tercera mano en una tienda del centro. El coche era la única licencia que se había permitido en su vida, el único capricho que le habían dejado permitirse la arpía de su madre, sus hijos y una ex que aprovechaba cualquier ocasión para sacarle hasta el último céntimo por el bien de las criaturas.


Me lo explicó en un bar cercano a mi pensión. Era un sábado de abril. Me había dejado un mensaje en el contestador mientras yo volvía en metro. Quería verme y yo era lo que más deseaba en el mundo. Me pidió perdón, me dijo que me quería y que haría lo que le pidiese para merecer una segunda oportunidad. Yo sólo le pedí un beso y volvimos a casa. Al final fue el tal Raúl el que resultó ser el fracaso de su vida y no yo y eso me alegraba. Tanto como que mi mes de abril de aquel año no acabase como el del Sabina del chico del metro.

por fascículos [part. II]

No se quitó el pasador, me dio un beso en la mejilla y llevó el maletín y el bolso a la habitación mientras me explicaba un poco acelerada que estaba estresada, que tenía que preparar un viaje importante a Moscú, que tendría que estar fuera un par de días, que era un proyecto que no podía fallar, que bla bla bla. Fue la primera noche desde que compartíamos aquel piso del centro que no hicimos el amor. Yo quise comprenderla, así que después de cenar, nos metimos en la cama y yo la abracé muy fuerte.

Ella estuvo muy nerviosa aquellos días que precedieron al importante viaje a Moscú. Salía temprano, llegaba tarde y sus besos me sabían distantes. Yo había dejado de pensar en aquel incidente y me esforzaba por tranquilizarla. Todo saldría bien, era la mejor. Había llegado a entender que ese viaje era realmente importante para ella. Hasta que la noche anterior, justo cuando me disponía a pedirle un taxi porque ella se había negado a que la acompañase al aeropuerto, llamó un tal Raúl.

Estuve a punto de volverme loco. No pegué ojo en toda la noche ni en los dos días siguientes. Ella me dijo que Raúl era un compañero de trabajo, que acababa de llegar a la empresa, que gracias a él había surgido aquella posibilidad de negocio en Rusia y que el jefe les había encargado a los dos realizar aquel viaje y volver a Madrid con un buen acuerdo bajo el brazo. Me contó que se jugaban mucho y que no me había dicho nada para no preocuparme, pero yo ya estaba demasiado celoso como creer del todo aquella historia. En mi cabeza sólo aparecía la imagen de mi preciosa mujercita con aquel tipo, Raúl, volando juntos a miles de kilómetros de mí. Juntos y solos. En mis tres noches de insomnio, mi yo racional me decía que me estaba equivocando, que estaba haciendo una montaña con un granito de arena, que ella, a pesar de que podía haber tenido a cualquier tío del planeta, me había elegido a mí, que no tenía nada que temer. Pero la vida es dual, como las monedas, y si tenía un yo racional, también tenía uno no racional. Y éste era el que se imponía.

A la vuelta ella habló conmigo. Me dijo que todo lo que me había contado del viaje era cierto, pero también que se había enamorado del tal Raúl. Y lo dijo así, tan fríamente que me partió el corazón por la mitad al principio y lo hizo añicos después. Quería darse una oportunidad con él.

- Y en esa oportunidad, ¿dónde quedo yo?

Estaba todo pensado. Al parecer las noches de hotel en Moscú habían dado para algo más que preparar reuniones y un par de revolcones con que aliviar la tensión del día. Ella se iría a vivir con él. Me proponía que yo buscara también otro lugar para vivir. Ella se encargaría de todo, los papeles del divorcio y la mejor manera de poner en venta el piso y de acordar el reparto de los bienes gananciales. Eso había quedado de nuestra historia: un piso a medio pagar con un cartel de Se Vende en la ventana y un puñado de bienes gananciales.

- No hay prisa. Tómate el tiempo que necesites.

Pero yo lo que necesitaba era salir de allí. Hice la maleta y aquella misma noche ya había metido todas mis cosas en una habitación de una pensión del centro.

Al parecer ella se había dejado cegar por su coche, por sus trajes nuevos, porque el tal Raúl pasaba largas temporadas en Ibiza y había viajado alrededor del mundo. Al fin y al cabo, yo sólo era un informático que trabajaba en una empresa modesta. No había coche caro, ni vestía trajes de marca y mi ideal de tiempo libre era oír respirar a mi mujercita después de hacer el amor con ella. Vamos, lo que yo llamaba ser un fracaso en su vida. Y ella se reía y me besaba…

Es curioso cómo tu estado de ánimo cambia la perspectiva de una ciudad. Desde que el tal Raúl se cruzó en mi camino se activó un mecanismo desconocido dentro de mí que me hacía buscar la intimidad, el anonimato y la soledad del suburbano en mis trayectos al trabajo. Antes siempre había preferido el autobús, pero ahora el Metro de Madrid me daba un cobijo especial y empecé a apreciar ese mundo que se nos esconde a los ojos.
Un mundo en el que una mujer con jersey de cuello vuelto te hace sonreír por la voluntad de una moneda mientras canta aquello de “Bésame, bésame muuuuuchoooo” en una esquina de la parada de Diego de León. Un mundo en el que en esa misma esquina le devuelve la sonrisa, también por la voluntad, un chico de pelo largo que convierte una canción de Sabina en tu banda sonora personal: “En la posada del fracaso, donde no hay consuelo ni ascensor, el desamparo y la humedad comparten colchón”. Un mundo en el que se mezclan historias de todo tipo, personas de todo tipo, casi siempre en silencio. Un silencio que de vez en cuando sólo rompe la voz de una rumana que pide para comprar leche para sus hijos o la de un colombiano que cuenta que ha tenido que dejar un pequeño televisor y su pasaporte a la dueña de la pensión a la que ya debe dos meses y que no tiene a quién recurrir.
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No había vuelto a saber nada de ella ni tampoco de la venta de la casa ni de mi parte de bienes gananciales. Creo que tampoco me importaba demasiado. Sí, ella, pero no todas aquellas cosas sin ella. Había conseguido malvivir medianamente tranquilo y ocupaba casi todo mi tiempo en el trabajo. Hacía horas extra y trabajos de urgencia los fines de semana. Aquella cura me mantenía con los pies en la tierra y había logrado ahorrar algún dinero, pero aún no sabía qué haría con él.
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No había dejado la habitación de la pensión porque el mero hecho de pensar en buscar un piso de soltero-abandonado-y-casi-divorciado me aterraba. Tampoco sabía muy bien quién era ni lo que quería. Supongo que nunca dejé de pensar que aquel tiempo sólo sería un paréntesis.